Aunque las fronteras entre la Comunicación y el Marketing están nítidamente trazadas desde hace mucho tiempo, quienes transitan estos vastos territorios no siempre las identifican correctamente y más de uno suele extraviarse para desprestigio de la primera, fracaso del segundo y frustración de todos.
En estos casos, se incurre con lamentable reiteración en el error de considerar la Comunicación como una rama auxiliar o vicaria de las técnicas de mercado, que a veces actúa como un pregonero seductor y otras como un hábil maquillador, según la mercancía sea fresca o esté a punto de caducar.
Nada más alejado, sin embargo, de la Comunicación al servicio de una institución, una empresa o un proyecto emprendedor, cuyo fin primordial es dotarlos de una personalidad reputacional propia y fuerte en un entorno complejo, cambiante y altamente competitivo.
El comunicador no es un mago del ocultismo cuya misión sea tapar errores o carencias del cliente. Su función no es “vender” mercaderías ni “colocar” productos, sean estos cualesquiera, en los escaparates de los medios de comunicación, sino impulsar el prestigio y la credibilidad como señas de identidad de la corporación o empresa a la que presta sus servicios.
Una buena comunicación nunca salvará un mal proyecto, del mismo modo que un buen proyecto estará incompleto y cojo sin una estrategia de comunicación adecuada. Lo acertado es incardinar la Comunicación como parte sustancial de la empresa o institución, capaz de configurar públicamente los valores que la inspiran y el aliento que la impulsa.
La Comunicación corporativa, en suma, no es una mera herramienta arreglatodo ni un instrumento de música celestial, sino el relato fiel de que el éxito ni se improvisa ni es fruto de la casualidad. La Comunicación o reside en el corazón del proyecto o no es nada. El resto es publicidad y marketing.
J.A. Gundín
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